domingo, 14 de noviembre de 2010

De profundis (IV). Oscar Wilde

Continuación de esta anterior

"He hablado de tu conducta conmigo durante tres días seguidos, hace tres años, ¿no es verdad? Yo estaba solo en Worthing, tratando de acabar mi última obra de teatro. Las dos visitas que me habías hecho habían acabado. De pronto apareciste por tercera vez, con un acompañante, y llegaste a proponer que se alojara en mi casa. Yo (reconocerás ahora que con toda propiedad) me negué en rotundo. Os atendí, naturalmente; no me quedaba otro remedio; pero fuera, no en mi casa. Al día siguiente, un lunes, tu compañero volvió a las obligaciones de su profesión, y tú te quedaste conmigo. Aburrido de Worthing, y todavía más, no me cabe duda, de mis esfuerzos infructuosos por concentrar mi atención en la obra, la única cosa que en aquel momento me interesaba, insistes en que te lleve al Grand Hotel de Brighton. La noche de nuestra llegada caes enfermo con esa temible fiebre baja estúpidamente llamada influenza; tu segundo, si no tercer, ataque. No tengo que recordarte cómo te atendí y te cuidé, no sólo con todo lujo de frutas, flores, regalos, libros y todas esas cosas que pueden comprarse con dinero, sino con ese afecto, ternura y amor que, pienses tú lo que pienses, no se compran con dinero. Salvo una hora de caminata por las mañanas, y una hora de paseo en coche por las tardes, no salí del hotel. Conseguí uvas especiales de Londres para ti, porque las que había en el hotel no te gustaban; inventé cosas para agradarte, permanecía contigo o en la habitación contigua a la tuya, me sentaba a tu lado todas las noches para sosegarte o distraerte.
A los cuatro o cinco días te recuperas, y yo alquilo unas habitaciones para tratar de terminar la obra. Tú, por supuesto, me acompañas. En la mañana del día siguiente a nuestra instalación me pongo muy malo. Tú tienes que ir a Londres a un asunto, pero prometes volver por la tarde. En Londres te encuentras a un amigo, y no vuelves a Brighton hasta última hora del día siguiente; para entonces yo tengo una fiebre terrible, y el médico descubre que me has contagiado la influenza. No podría imaginarse cosa más incómoda para un enfermo que lo que resultaron ser aquellas habitaciones. Mi cuarto de estar está en el primer piso, mi dormitorio en el tercero. No hay ningún criado para atenderme, ni nadie siquiera para enviar un recado ni traer lo que mande el médico. Pero estás tú. No me inquieto. Los dos días siguientes me dejas completamente solo, sin cuidados, sin asistencia, sin nada. No era cuestión de uvas, flores ni regalos encantadores: era cuestión de lo más imprescindible; yo no podía procurarme ni la leche que me había mandado el médico; la limonada se dijo que era imposible; y cuando te rogué que me llevaras un libro de la librería, o si no tenían lo que yo quería que escogieras otra cosa, ni te molestaste en ir. Y cuando en consecuencia yo me quedo todo el día sin nada que leer, me dices con toda tranquilidad que me compraste el libro y prometieron enviarlo, afirmación que después descubrí por casualidad haber sido totalmente falsa desde el principio hasta el final. Todo ese tiempo estabas, por supuesto, viviendo a mi costa, paseando en coche, cenando en el Grand Hotel, y de hecho sólo apareciendo por mi habitación en busca de dinero. El sábado por la noche, habiéndome tenido totalmente desatendido y solo desde por la mañana, te pedí que volvieras después de cenar y me hicieras un rato de compañía. En tono irritado y con malos modales me lo prometes. Espero hasta las once y no apareces. Entonces te dejé una nota en tu habitación sólo recordándote la promesa que me habías hecho, y cómo la habías cumplido. A las tres de la mañana, sin poder dormir y atormentado por la sed, bajo al cuarto de estar, en medio de la oscuridad y del frío, con la esperanza de encontrar agua allí. Te encontré a ti. Te abalanzaste sobre mí con cuantas palabras atroces te pudieron sugerir un estado descontrolado y una naturaleza indisciplinada y sin educación. Con la terrible alquimia del egotismo, transformaste tu remordimiento en rabia. Me acusaste de egoísmo por esperar que estuvieras conmigo estando yo enfermo; de interponerme entre tú y tus diversiones; de querer privarte de tus placeres. Me dijiste, y sé que era toda la verdad, que habías vuelto a medianoche únicamente para cambiarte de traje, y volver a salir a donde pensabas que te esperaban nuevos placeres, pero que al dejarte una carta en la que te recordaba que me habías tenido abandonado todo el día y toda la velada, realmente te había quitado las ganas de otros disfrutes, y reducido tu capacidad para nuevos deleites. Yo me volví arriba asqueado, y seguí insomne hasta el amanecer, y hasta mucho después del amanecer no pude conseguir nada con que aplacar la sed de la fiebre que tenía. A las once entraste en mi habitación. En la escena precedente no pude por menos de observar que con la carta por lo menos te había contenido en una noche de excesos mayores de lo acostumbrado. Por la mañana ya habías vuelto en ti. Yo lógicamente esperaba oír qué excusas aducías, y de qué manera ibas a pedir el perdón que en el fondo sabías que te aguardaba invariablemente, hicieras lo que hicieras; tu absoluta confianza en que yo siempre te perdonaría era realmente lo que siempre me gustó más de ti, quizá lo mejor que había en ti. Lejos de eso, empezaste a repetir la misma escena con nuevos ímpetus y expresiones más violentas. Yo, al cabo, te mandé salir de la habitación; tú fingiste hacerlo, pero cuando levanté la cabeza de la almohada donde la había enterrado, seguías estando allí, y con risa brutal y rabia histérica avanzaste de pronto hacia mí. Una sensación de horror me invadió, no supe por qué exacta razón; pero salté de la cama inmediatamente, y descalzo y como estaba bajé los dos tramos de escalera al cuarto de estar, de donde no salí hasta que el dueño de la casa -a quien había mandado llamar- me aseguró que ya no estabas en mi dormitorio, y prometió quedarse cerca por si le necesitaba. Tras un intervalo de una hora, en el que el médico vino y me encontró, por supuesto, en un estado de postración nerviosa total, así como con más fiebre de la que había tenido al principio, tú volviste sigilosamente, por dinero: tomaste lo que pudiste encontrar en el tocador y en la chimenea, y saliste de la casa con tu equipaje. ¿Necesito decirte lo que pensé de ti durante los dos miserables días de enfermedad y soledad que siguieron? ¿Será necesario que afirme que vi claramente que sería una deshonra para mí mantener aunque sólo fuera un trato superficial con una persona como tú habías demostrado ser? ¿Que vi llegado el último momento, y lo vi como realmente un gran alivio? ¿Y que supe que en el futuro mi Arte y la Vida serían más libres y mejores y más hermosos en todos los aspectos? Enfermo como estaba, me sentí a gusto. El hecho de que la separación fuera irrevocable me daba paz. Para el martes no tenía fiebre, y por primera vez comí en el piso de abajo. El miércoles era mi cumpleaños. Entre los telegramas y comunicaciones que había sobre mi mesa encontré una carta con tu letra. La abrí embargado por una sensación de tristeza. Sabía que había pasado el tiempo en que una frase bonita, una expresión de afecto, una palabra de aflicción me habrían hecho volver a aceptarte. Pero me engañaba de medio a medio. Te había subestimado. ¡La carta que me enviaste por mi cumpleaños era una elaborada repetición de las dos escenas, puestas astuta y cuidadosamente por escrito! Te mofabas de mí con vulgaridades. Tu única satisfacción en todo el asunto, decías, era haberte retirado al Grand Hotel y haber cargado el almuerzo en mi cuenta antes de irte a Londres. Me felicitabas por mi prudencia al salir de la cama, por mi abrupta huida al piso de abajo. «Fue un momento feo para ti», decías, «más feo de lo que crees». No, eso lo sentí muy bien. Lo que realmente quería decir no lo sabía: si tenías encima la pistola que habías comprado para intentar asustar a tu padre, y que una vez, creyéndola descargada, habías disparado en un restaurante público estando conmigo; si tu mano se movía hacia un vulgar cuchillo de mesa que por casualidad yacía sobre la mesa entre nosotros; si, olvidando por la rabia tu baja estatura y menor fortaleza, habías pensado en algún insulto especialmente personal, o ataque incluso, estando yo allí tendido y enfermo: no lo sabía. Sigo sin saberlo en el día de hoy. Lo único que sé es que me embargó un sentimiento de total horror, y que sentí que, a menos que saliera de la habitación al instante, y escapara, tú habrías hecho, o intentado, algo que habría sido, incluso para ti, motivo de vergüenza para toda la vida. Sólo una vez antes de eso había experimentado yo un sentimiento tal de horror ante un ser humano. Fue cuando en mi biblioteca de Tite Street tu padre, agitando sus manitas en el aire con furia epiléptica, con su matón, o amigo, entre él y yo, me estuvo soltando todas las palabras sucias que acudieron a su sucia mente, y chillando las atroces amenazas que después tan astutamente pondría en práctica. En ese caso fue él, por supuesto, el que tuvo que salir primero de la habitación. Le eché. En tu caso me fui yo. No era la primera vez que había tenido que salvarte de ti mismo.
Concluías tu carta diciendo: «Cuando no estás subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente». ¡Ah, qué fibra tan grosera revela eso! ¡Qué falta total de imaginación! ¡Qué insensible, qué vulgar era ya el temperamento! «Cuando no estás subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente.» Cuántas veces han vuelto a mí esas palabras en la triste celda solitaria de las diversas cárceles a donde me han mandado. Me las he dicho una y otra vez, y he visto en ellas, espero que injustamente, algo del secreto de tu extraño silencio. Que tú me escribieras eso, cuando la propia enfermedad y la fiebre que sufría las había contraído por cuidarte, fue, no hay que decirlo, de una zafiedad y crudeza repugnantes; pero que cualquier ser humano del mundo escribiera eso a otro sería un pecado que no tiene perdón, si hubiera algún pecado que no lo tuviese.
Confieso que cuando acabé tu carta me sentía casi poluto, como si con asociarme a alguien de tal naturaleza hubiera manchado y envilecido mi vida irreparablemente. Y es verdad que eso había hecho, pero para saber hasta qué punto tenía que vivir seis meses más. Resolví conmigo mismo volver a Londres el viernes, y ver a sir George Lewis personalmente para pedirle que escribiera a tu padre diciéndole que había tomado la determinación de jamás, bajo ninguna circunstancia, dejarte entrar en mi casa, sentarte a mi mesa, hablar conmigo, pasear conmigo, ni en ningún lugar ni tiempo acompañarme de ninguna manera. Hecho esto, te habría escrito únicamente para informarte del curso de acción que había adoptado; las razones inevitablemente las habrías visto tú. Lo tenía todo dispuesto el jueves por la noche, y el viernes por la mañana, mientras desayunaba antes de partir, abrí casualmente el periódico y vi en él un telegrama donde decía que tu hermano mayor, el verdadero cabeza de familia, el heredero del título, el sostén de la casa, había sido hallado muerto en una acequia, con el arma descargada a su lado. El horror de las circunstancias de la tragedia, de la que ahora se sabe que fue un accidente, pero entonces teñida de una insinuación más sombría; el patetismo de la muerte súbita de un hombre querido por todos los que le conocían, y casi en vísperas, por decirlo así, de su boda; mi conciencia de la desdicha que iba a ser para tu madre la pérdida de la persona que era su consuelo y su alegría en la vida, y que, como ella misma me dijera una vez, desde el día en que nació no le había hecho derramar ni una sola lágrima; mi conciencia de tu propio aislamiento, al estar tus otros hermanos en Europa, y por lo tanto ser tú el único al que tu madre y tu hermana podían mirar, no sólo para compañía de su dolor, sino también para esas pesadas responsabilidades de horrible detalle que la Muerte siempre trae consigo; el mero sentimiento de las lacrimae rerum, de las lágrimas de que está hecho el mundo, y de la tristeza de todo lo humano: de la confluencia de esos pensamientos y emociones agolpados en mi cerebro brotó una piedad infinita de ti y de tu familia. De mis propios dolores y acritudes contra ti me olvidé. Lo que tú habías sido para mí en mi enfermedad no podía yo serlo para ti en tu duelo. Al momento te telegrafié mi condolencia más honda, y en la carta subsiguiente te invité a venir a mi casa tan pronto como pudieras. Sentía que abandonarte en ese preciso momento, y formalmente por medio de un abogado, habría sido demasiado terrible para ti."

Continúa en esta posterior.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 
Creative Commons License
El cuarto claro by Sofía Serra Giráldez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial 3.0 España License.